Tras años de prisión, tras años de trabajo forzado, tras las barracas del personal técnico y de ingenieros, ¿cómo lo consiguió? ¿Cómo sucedió? ¿A quién dirigía este Descartes, gorro de mujer, palabras tan halagadoras?
Chelnov dobló su hoja de notas en cuatro y luego en ocho dobleces.
—Como ve —dijo— todavía hay mucho trabajo que hacer. Aunque reconozco que su diseño es el mejor propuesto hasta ahora. Le traerá libertad. Y la anulación de su condena.
Por alguna razón Chelnov sonrió. Su sonrisa era aguda y fina. Como toda la forma de su rostro.
Su sonrisa era dirigida a sí mismo. Aunque había hecho mucho más en varias
Sologdin abrió sus ojos azules brillantes, se enderezó y afirmó algo teatralmente: —¡Vladimir Erastovich! ¡Usted me da seguridad y apoyo! No puedo hallar palabras para agradecer su atención. Estoy en deuda con usted—. Pero una vaga sonrisa ya tocaba sus labios.
Devolviendo el rollo de papeles a Sologdin, el profesor recordó algo: —Debo pedirle disculpas. Me pidió no mostrarle el diagrama a Antón Nicolayevich. Pero entró en mi estudio en mi ausencia y desenrolló mis notas y según su costumbre entendió de qué se trataba y tuve que decirle quién lo había hecho.
Sologdin dejó bruscamente de sonreír y se paralizo.
—¿Es tan importante para usted?-la sorpresa de Chelnov fue acompañada por un movimiento muy ligero de su cara—. Pero, ¿por qué? Un día antes o después...
Sologdin mismo tuvo que preguntarse por qué era tan importante. Bajó sus ojos. ¿No había llegado el momento de dar su diagrama a Yakonov?
—¿Cómo puedo explicárselo, Vladimir Erastovich? ¿No cree que hay aquí una confusión moral? Después de todo no es un puente, una grúa, un torno. Hay muy poca importancia industrial en su hallazgo, pero tiene un significado palaciego. ¡Cuando pienso “en el cliente" que usará el código! ¿Comprende?, lo había hecho sólo para verificar mis fuerzas, para mí mismo.
Miró de nuevo alzando los ojos.
Para sí mismo.
Chelnov sabía de esa clase de trabajo muy bien. Era como regla el más elevado en jerarquía de la escala de investigación.
—Pero bajo las circunstancias ¿no es quizá un lujo excesivo? — le dijo el profesor mirándolo con sus pálidos y calmos ojos.
Sologdin sonrió: —Discúlpeme, por favor —dijo corrigiéndose—, no tiene importancia. Sólo estaba hablando en voz alta. No se culpe por nada. Le estoy agradecido, muy agradecido.
Respetuosamente estrechó la tierna y débil mano de Chelnov y se fue con el rollo de papeles bajo su brazo.
Había llegado a la habitación como un competidor libre. Y ahora la dejaba como un vencedor cargado de su responsabilidad. No era más dueño de su tiempo, de sus intenciones, o tarea.
Chelnov no se apoyó más contra el respaldo, sino cerró sus ojos, sentado durante largo rato, erecto, con su fino rostro, bajo su caperuza de lana tejida.
RAYITAS DE MULTAS
Todavía regocijándose íntimamente, Sologdin abrió la puerta con excesiva fuerza y entró en la oficina de Diseños. Pero en lugar de la multitud esperaba y la consuetudinaria baraúnda de voces, sólo halló una figura de mujer corpulenta cerca de la ventana.
—¿Está sola, Larisa Nicolayevna? — preguntó Sologdin sorprendido. Y cruzó el cuarto con su paso rápido.
Larisa Nicolayevna Emina, una mujer de treinta años, dibujante, se volvió de la ventana donde estaba su mesa de dibujo y sonrió sobre su hombro al muchacho que se aproximaba,
—¿Dimitri Aleksandrovich? Y yo que creía aburrirme sola todo el día.
Sus palabras parecían llevar un alto tono sugestivo. Sologdin la miró atentamente y su veloz mirada atrapó su figura vestida con una casaca y pollera tejida de lana verde gruesa. Con paso preciso la sobrepasó y se dirigió hacia el escritorio sin responder. Antes de sentarse hizo una línea vertical pequeña sobre una hoja de papel rosa que había allí. Luego, dando su espalda a Emina tomó un diseño que había llevado y lo ajustó al tablero de dibujo.
La oficina de Diseños era una espaciosa habitación del tercer piso con tres grandes ventanas mirando hacia el sur. Entre los escritorios ordinarios de oficina había una docena de tableros de dibujo, algunos dispuestos verticalmente y otros completamente horizontales. Sologdin quedó cerca de la ventana más alejada, la misma donde estaba sentada Emina. La mesa de diseño estaba colocada perpendicular y como defendiendo a Sologdin de los jefes y de la puerta de entrada, pero recibía todo el flujo de la luz del día sobre el dibujo pinchado sobre ella.
Por último Sologdin preguntó secamente:
—¿Por qué no hay nadie aquí?
La melodiosa respuesta fue: —Yo pensaba que usted me lo informaría.