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En realidad, no todo el mundo estaba de acuerdo en que se tratara de un «ser» como tal, por no hablar de si era posible considerar un océano como un ser inteligente. Introduje con estrépito el tomo en el estante y saqué el siguiente, que constaba asimismo de dos partes. La primera estaba consagrada a los resúmenes de los protocolos de todas aquellas iniciativas experimentales cuyo objetivo último había sido intentar establecer contacto con el océano. Aquel intento llegó a constituir, lo recuerdo muy bien, una fuente de interminables anécdotas, burlas y bromas durante mis estudios; la escolástica medieval en su conjunto parecía un discurso de claridad prístina que brillaba por su obviedad frente a la enorme jungla de especulaciones que aquella cuestión llegó a generar. La segunda sección del tomo, que constaba casi de mil trescientas páginas, apenas alcanzaba a recopilar la bibliografía referida al tema. Sin duda, la literatura original no habría cabido en la habitación en la que me hallaba.

Los primeros intentos de contactar con el planeta se llevaron a cabo mediante unos aparatos electrónicos especiales que transformaban los estímulos enviados en ambas direcciones. Al mismo tiempo, el océano participaba activamente en el proceso de creación de aquellos aparatos. Pero todo aquello sucedía en la más absoluta oscuridad. ¿Cómo se entiende el hecho de que el planeta «participara» en el proceso? Al tiempo que modificaba una parte de los elementos de los aparatos sumergidos en él, los ritmos transcritos de las descargas variaban, con lo que los aparatos registradores grababan un sinfín de señales, una suerte de fragmentos de actividad de análisis superior; pero ¿qué significaba todo aquello? ¿Quizás se trataba de datos acerca de un estado transitorio de estimulación del océano? ¿O por el contrario eran impulsos que incitaban a la creación de sus gigantescas formaciones y que se emitían a mil quinientos kilómetros de donde estaban los investigadores? O quizás fueran el reflejo de las eternas verdades del océano, traducidas bajo la forma de impenetrables constructos electrónicos. ¿Quizás sus obras de arte? ¿Quién podía saberlo, si era imposible obtener dos veces seguidas la misma reacción al estímulo? ¿Cómo interpretar que unas veces se obtuviera, como respuesta, una explosión de impulsos y, otras, un silencio sepulcral? No era posible repetir dos veces el mismo experimento. En todo momento, nos parecía que estábamos a un paso de descifrar la naturaleza de aquel mar de transcripciones en constante crecimiento; especialmente para este fin se construyeron cerebros electrónicos con una capacidad transformadora que ningún problema, por complejo que fuera, había requerido con anterioridad. Ciertamente, se consiguieron resultados. Se descubrió que el océano — fuente de impulsos gravitatorios eléctricos y magnéticos— hablaba una especie de lenguaje matemático; ciertas secuencias de sus descargas eléctricas eran susceptibles de ser clasificadas mediante el empleo de una de las ramas más abstractas del análisis terrestre, la teoría de conjuntos; surgían homólogos de las estructuras conocidas de aquella rama de la física que se ocupa de analizar la interrelación entre la energía y la materia, los conjuntos finitos e infinitos, las partículas y los campos, y todo aquello hacía que los científicos se inclinasen hacia el convencimiento de que lo que tenían delante era un monstruo, una especie de mar-cerebro protoplasmático que se había multiplicado por millones y que envolvía todo el planeta, dedicando su tiempo a reflexiones increíblemente extensas sobre la esencia de la materia universal, y que todo lo captado por nuestros instrumentos no constituía más que un pequeño fragmento de ese tráfico cognitivo, captado por casualidad, de aquel monólogo interminable y complejo que se desarrollaba eternamente en el abismo y que superaba con creces toda nuestra capacidad de comprensión.

Esto, por lo que se refería a los matemáticos. Algunos calificaban semejantes hipótesis como expresión del desprecio hacia las capacidades humanas, algo así como descubrirse ante fenómenos que aún no entendemos, pero que es posible comprender, o como desenterrar la vieja doctrina ignoramus et ignorabimus; otros, en cambio, consideraban que se trataba de una sarta de disparates estériles, y que aquellas hipótesis de los matemáticos eran un mero reflejo de la mitología de nuestros tiempos, que percibía en un cerebro gigante — daba igual que fuera electrónico o plasmático— el máximo sentido de la vida, la suma de la existencia.

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