El silencio y el pequeño temblor del párpado inferior eran lo peor de todo. Si Stalin te arrojaba algo pesado o puntiagudo, si taconeaba con su bota en tu pie, si te escupía o te soplaba la ceniza caliente de la pipa en tu cara, este enojo no era definitivo, este enojo pasaba. Si estaba rudo e insultante, aunque usara las más profanas blasfemias, Abakumov se regocijaba: quería decir que el Amo todavía esperaba enderezarlo y seguiría trabajando con él.
Desde luego, Abakumov comprendía ahora que en su entusiasmo celoso él había ascendido demasiado alto. Haber permanecido más abajo habría sido menos peligroso. Stalin hablaba tranquilo, benévolamente, manteniendo una buena distancia con él. Pero no había manera de retirarse una vez que se entablaba intimidad con él.
La única cosa que quedaba era esperar la muerte. La propia, o... Y las cosas sucedían de manera tan inexorable que en presencia de Stalin, Abakumov siempre tenía pavor de que algo se hubiese descubierto.
Antes de todo esto tenía que temblar para que no se descubriera la historia de su enriquecimiento en Alemania.
Al final de la guerra, Abakumov había sido cabeza del SMERSH, y del servicio de contraespionaje en todos los frentes, y toda la armada estaba bajo su dirección. Había sido un período de saqueo sin restricción, que había durado hasta hacía poco. Para asegurar un efectivo golpe final contra Alemania, Stalin adoptó la práctica de Hitler de permitir enviar los botines a los hogares desde el frente. La decisión estaba basada sobre la naturaleza del soldado, sobre lo que él mismo habría sentido siendo soldado: era hermoso luchar por el honor del país —y mucho más luchar por Stalin— pero para arriesgar la vida en un tiempo aterrorizador, cuando el final de la guerra estaba al alcance de la mano, se necesitaba un poderoso incentivo. Específicamente, se permitía a cada soldado enviar a su casa cinco kilos de botín por mes, diez kilos a cada oficial y dieciséis kilos a cada general. (Este arreglo resultaba justo, puesto que la mochila del soldado no debía pesar demasiado, durante la campaña; en cambio un general siempre tenía automóvil.) SMERSH estaba en mejor situación. Fuera del alcance de las bombas no era blanco para los aeroplanos enemigos. Estaba siempre en un área, detrás de las líneas, donde ya no había lucha pero donde no llegaron aún los inspectores del ministerio de Finanzas. Estos oficiales estaban encerrados en una nube de secretos. Nadie osaba verificar lo que trasportaban en sus coches sellados, lo que sacaban de las propiedades confiscadas que se guardaban bajo la custodia de centinelas. Camiones, trenes y aeroplanos trasportaban la riqueza de los oficiales de SMERSH. Los tenientes, si no eran tontos, podían salir con miles, los coroneles con cientos de miles. Abakumov con millones.
Es verdad que él sabía que todo el oro, aun el depositado en un banco de Suiza no lo hubiera salvado si caía de su puesto de ministro, Está claro que la fortuna no ayudaría mucho a un ministro decapitado. Sin embargo era superior a sus fuerzas quedarse mirando cómo se hacían ricos sus subordinados mientras él nada tomaba. Así envió un destacamento especial después de otro de cazadores de fortuna. Ni siquiera pudo renunciar a llevarse dos valijas llenas de tiradores para hombres. Parecía hipnotizado. Pero sus tesoros de nibelungo no le servían de nada a Abakumov y lo exponían en cambio, ocasionándole un miedo constante. Nadie que supiera algo habría ido a informar al omnipotente ministro, y al mismo tiempo cualquier accidente podía sacar a luz todo y destruirlo. Había sido un tonto al tomarlo, pero era ya demasiado tarde ahora.
Habiendo llegado a las 2.30, a las 3.10 seguía yendo y viniendo por la sala de espera, con su grande, limpia libreta, sintiéndose débil por dentro, con miedo. Sus orejas comenzaban a arder. Por encima de todo, lo hubiese aliviado que Stalin estuviera trabajando y no lo recibiese. Abakumov se aterrorizó al ser llamado por el teléfono secreto. En ese momento no sabía qué mentira contar.
La pesada puerta se abrió a medias. Poskrebyshev entró en silencio, casi en punta de pie y le hizo seña. Abakumov lo siguió, tratando de no descargar todo su peso sobre sus pies. Desapareció tras la siguiente puerta, que estaba sólo medio abierta, sosteniendo sus manijas de bronce pulido para que no se abriese demasiado. En el umbral dijo: —¡Buenas noches Iosif Vissarionovich! ¿Puedo entrar?
Tembló; no había aclarado su garganta a tiempo y su voz sonó en falsete, no bastante leal.
Stalin llevaba una chaqueta con botones lustrosos y varias hileras de medallas con cintas; estaba sentado, escribiendo sobre su mesa. Terminó su párrafo y solamente entonces miró con la malicia de un buho a su visitante. No dijo nada.
Mal signo. No había dicho una palabra. Volvió a escribir de nuevo.