Читаем En el primer cí­rculo полностью

Abakumov cerró la puerta detrás de él, pero no se animó a avanzar antes de que un gesto o una seña lo invitara a hacerlo. Quedó de pie con sus largos brazos caídos, apenas separados del cuerpo, con una respetuosa sonrisa en sus labios carnosos. Sus orejas ardían.

Abakumov había estado en ambos despachos del Líder, el oficial de día y el pequeño de noche.

El gran despacho de día en el piso superior era soleado y tenía ventanas comunes. Las estanterías ostentaban reunidas todo el pensamiento y la cultura del mundo, encuadernada en colores. En las altas y espaciosas paredes colgaban los retratos favoritos del Líder, en su uniforme de invierno, de Generalísimo, en traje de Mariscal, de verano. Habían divanes, sillones, y otras muchas sillas, para la recepción de las delegaciones extranjeras, para las conferencias. Allí es donde Stalin era fotografiado.

Aquí en el despacho nocturno no habían pinturas ni decoraciones, y las ventanas eran pequeñas. Cuatro estanterías bajas estaban colocadas contra los paneles de roble de las paredes, y un escritorio retirado de una de ellas. Había también un combinado en un rincón, cerca de una biblioteca, con discos. A Stalin le gustaba escuchar sus antiguos discursos, de noche.

Abakumov se inclinó sumisamente y aguardó.

Stalin siguió escribiendo. Escribía con la conciencia de que cada palabra suya pertenecía a la historia. Su lámpara de escritorio iluminaba el papel; la luz indirecta de arriba era débil. No escribía todo el tiempo. Se apartaba, inclinándose de un lado hacia el suelo o mirando con desagrado a Abakumov, como si fuese a escuchar algo que no sonase en la habitación:

¿Cómo había logrado esa manera de comandar, desarrollar la importancia imperceptible de un movimiento? ¿Nunca había el pequeño Koba (como Stalin había sido llamado en el Cáucaso) movido sus dedos, sus brazos, alzado sus cejas, y clavado la vista exactamente de esa misma manera? Pero entonces nadie se asustaba, nadie infería de esos gestos un sentido pavoroso. Fue solamente después de que un número de nucas agujereadas por las balas alcanzaron cierta cifra que el pueblo comenzó a ver en esos mismos pequeños gestos una indicación, una advertencia una amenaza, una orden. Y al darse cuenta de lo que los otros notaban, Stalin comenzó a observarse a sí mismo y a ellos también. Vio en sus gestos, en sus muecas, lo que la amenaza interior significaba y comenzó conscientemente a trabajar en ello y llegó a ser mejor aún y a impresionar a los que estaban en torno suyo más fuertemente.

Por fin, Stalin miró severamente a Abakumov y, gesticulando con su pipa, le indicó dónde sentarse.

Temblando y aliviado, Abakumov cruzó la habitación y se sentó —pero solamente en el borde del asiento— de manera de poder levantarse con más facilidad.

—¿Y bien?, preguntó Stalin, buscando entre sus papeles. ¡El momento había llegado! Ahora él debía tomar la iniciativa y no perderla. Abakumov aclaró su garganta y habló rápidamente, en un tono extasiado. (Más tarde se maldeciría por su gárrulo servilismo en el despacho de Stalin y por sus inmoderadas promesas, pero algo siempre sucedía de manera que cuanto más hostil fuese la actitud del Omnipotente, más irrefrenable fuese Abakumov en sus aseveraciones, para hundirse más y más).

El invariable ornamento de los informes nocturnos de Abakumov, que los hacía atrayentes para Stalin, era la revelación de algún importante grupo hostil. Sin tal grupo para identificar y desbaratar —uno nuevo cada vez— Abakumov no hacía ningún informe. Hoy había preparado un caso contra un grupo de la Academia Militar de Frunze, y podía perder mucho tiempo en detalles.

Comenzó por informar sobre el venturoso desarrollo —sin saber él mismo, si era ilusorio o real— del complot para asesinar a Tito. Anunció que una bomba de tiempo sería colocada a bordo del yachtde Tito antes de que saliera hacia las islas Brioni.

Stalin levantó la cabeza, se puso la pipa apagada entre los labios, y aspiró bocanadas una o dos veces. No hizo otro movimiento que demostrara interés para nada; pero Abakumov que había llegado a sondear a su jefe un poco, sintió no obstante que había dado en el blanco.

—¿Y Rankovich? — preguntó Stalin.

—¡Oh, sí! — El movimiento había sido calculado para que Rankovich, Kardel y Mosa Pijade —toda la claque— volasen por el aire ¡juntos! Estimamos que no puede tener lugar más allá de esta primavera. (Se suponía que toda la tripulación del yachtperecería en la explosión también, pero el ministro no mencionó este detalle, y el Mejor Amigo de los Marineros no hizo cuestión de ello tampoco).

¿Pero en qué pensaba chupando su pipa fría, mirando en blanco hacia el ministro sobre la pendiente de su nariz?

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